domingo, 30 de marzo de 2014

90 días.

90 días señores. 90 días y 90 noches es lo que me queda. 90 días en mi pequeña habitación que se ha convertido en mi minúsculo refugio en el mundo. 90 días de sentimientos con sabor a café italiano. 90 días esperando para volver a abrazar a las dos personas más grandes que Dios pudo poner en la Tierra. 90 días para disfrutar de la persona que está tomando el lugar de mis padres en este ratito llamado vida. 90 días es mucho tiempo. 90 días son 2160 horas. Quedan 2160 horas para ver a mis amigos, para plantarme en sus caras, pellizcarles y llorar de alegría. Llorar por saber que están ahí, que existen de verdad, y que todo va bien. 2160 horas dan para mucho. Conociéndome, las emplearé en dormir, leer, comer y correr, en ese orden. 2160 horas me quedan de levantarme por la mañana y ver el jardín de atrás, el cual no ha sido inmune al paso del frío; parece que nadie lo ha sido. De ducharse y vestirse, peinarse y desayunar, y cerrar los ojos y en un instante, volver a empezar. 2160 horas dan para muchos kilómetros corridos, muchos poemas escritos y multitud de problemas resueltos. Pero 2160 horas son muchas horas. 2160 horas son 129600 minutos. 129600 minutos de paradas en el bus, de conversaciones amenas, de cafés dulces en Tim Hortons, de risas en español ajenas al mundo con mis colegas de México, de risas en italiano ajenas al mundo, con mis amigos de Italia. 129600 minutos para respirar mientras camino y que se inunde mi mirada con los colores de la paleta del universo al alba, para observar el hielo y disfrutar del dolor de los dedos congelados en la calle. 129600 minutos de una música distinta, de un humor diferente, de una cultura inusual para mi gusto, en la que el humano no es la prioridad. 129600 minutos deseando poder atravesar la pantalla cada vez que hablo por skype, de perderme a mi mismo y encontrarme en el mar enfrente de mi casa. Pero 129600 minutos son muchos minutos. 129600 minutos son 7776000 segundos. Casi 8 millones de momentos únicos e irrepetibles. Las noches de inspiración, las lágrimas derramadas, las sonrisas regaladas, cada gota de sudor en los entrenamientos, el sol que te ilumina el rostro, el olor a bacon por las mañanas los domingos, Netflix, los días de fútbol que se siguen por internet, el levantar la vista y ver el cielo estrellado como no lo he visto nunca. La primera vez que le eché cojones a la vida, la primera vez que me llevó al fondo, la primera vez que me levanté y cerré las heridas con vinagre. Estos 7776000 segundos, 129600 minutos, 2160 horas, 90 días que me quedan no van a ser distintos a los que ya he vivido, una lección de vida constante. Y creedme si os digo que sin penas no hay alegrías y viceversa. Hacedme caso si os digo que va a ver momentos en los que quieres mandarlo todo al carajo. Pero todo eso malo que pasa mientras vives fuera, no vale nada en el momento que te miras los pies y las manos y te dices a ti mismo que eres lo más grande que ha dado tu tierra porque has tenido los huevos de irte afuera, sea verdad o no. Y tengo ganas de volver, pero quiero estar aquí estos últimos 90 días para que cuando vuelva no diga que lo pasé mal o bien, sino que vuelva y diga que aprendí de mis errores y disfruté de ellos, y que aprendí de mis triunfos y disfruté de ellos. Que Canadá sea el principio de una experiencia impresionante llamada vida, y que no sea "la" experiencia de mi vida. Porque estoy calentando, el partido aun no ha empezado.

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